10/26/2012

El colorido espejo de la muerte

La Universidad Veracruzana, a través del Instituto de Artes Plásticas  y de la Unidad de Servicios Bibliotecarios y de Información-Xalapa, INVITA a la INAUGURACIÓN de la exposición
El colorido espejo de la muerte
Fotografías de  Maritza López, Yolanda Andrade, Susana Casarín y Ruth Lechuga
Lunes, 29 de octubre, 18 horas.
USBI-Xalapa
Av. de las Culturas Veracruzanas núm.1,  Zona Universitaria, Col. Zapata

El colorido espejo de la Muerte

Alberto Ruy Sánchez
Esta brillante y variada selección de imágenes mexicanas del Día de Muertos es sorprendente por su fuerza estética pero también por la diversidad  cultural que muestra. Para comenzar hace evidente cuatro maneras distintas de mirar un poderoso ritual contemporáneo. Maritza López, Yolanda Andrade, Susana Casarín y Ruth Lechuga son cuatro nombres estelares de la fotografía mexicana, cada una con una obra personal reconocida y de características muy claramente definidas. Cuatro maneras de construir composiciones pero también cuatro modos de asombrase ante lo que encuentran. hay quien pone el énfasis de su imagen en la gran protagonista: la muerte, la calavera y sus transformaciones,o en la comunidad indígena que realiza un ritual en el patio del templo. O en algunos de sus actores que danzan con máscaras o que imploran en la tumba, o que velan al pie de sus ofrendas en el cementerio o en el altar hogareño. De manera más enigmática, algunas de estas imágenes nos permiten pensar en la presencia de los muertos: esos que se han ido pero que son evocados de manera material a través de su retratos sobre los altares y de la comida que les gustaba, incluyendo el simbólico pan de muertos.

No cualquiera comprenderá al ver estas imágenes la complejidad de los rituales del día de muertos y la variedad de ellos, siempre reinventados y siempre antiguos.

El día de muertos en México es uno de los rituales más vivos y donde se muestra la gran diversidad cultural del país. No sólo se practica de manera distinta a lo largo del territorio, con enormes variantes de un pequeño pueblo a otro sino que además existe en cada comunidad alterando varias dimensiones de su existencia. Es religioso pero no se ciñe a las religiones e iglesias oficiales, las rebasa siempre. Es estético pero no se reduce a la producción de objetos y de formas bellas, como algunos creen cuando ven por primera vez los altares de muertos. Esos objetos coloridos forman parte de una economía barroca, excesiva, que tiene como objeto, a través del gasto excesivo y de los padrinazgos y compadrazgos que implica, rehacer el tejido social de la comunidad donde se realizan esos rituales. Y donde los muertos son evocados y convocados para ayudar a vivir a los suyos. Son tremendas ausencias paradójicamente presentes a través de actos y de objetos que movilizan durante varios días a la sociedad en un régimen de excepción. Es una fiesta extraña donde los festejados no están pero reciben regalos. Donde se les espera pero se sabe que no vendrán. Como la tía que esperaba siempre al marido que nunca volvió y hablaba de él como si no se hubiera ido.
La revelación de formas comienza en los mercados antes del día de muertos. Cientos, miles de cráneos de azúcar. Ataúdes, borregos, calaveras completas de chocolate, muertes de papel, falsa comida en miniatura, canastas, tumbas color pistache y carmesí, amarillo canario y azul cielo: colores de pastelería. Y pan de muerto, muy suave, luciendo fémures dibujados con azúcar miel. Teatros de madera donde la muerte baila, ruedas de la fortuna, autobuses llenos de esqueletos. Una nueva, inmensa y fugaz juguetería. Entre las flores reinaba de pronto una amarilla casi naranja, color de fuego. De pétalos muy delgados y muy secos, tanto que casi parecía de papel. Es la flor de los muertos, se llama cempasúchitl. Y te la venden en ramo o, ya deshojada, por cubeta o en bolsa de papel, para hacer un caminito que indique a los muertos el camino hacia a su ofrenda. Aquel despliegue de esqueletos y sonrisas de repostería estaba bien situado al lado de las frutas. Hay que gozarlos mientras duren. Los muertos y sus cosas bellas son como frutos de estación.

Aquello no era un infierno de esqueletos sufrientes, como los que había en la iglesia católica justo en los cuadros del juicio final que detalladamente nos explicaba un sacerdote amenazante y solemne, con el índice levantado.  Tampoco era exactamente un paraíso de nubes pomposas y desabridas, ángeles asustados y hombres de barbas blancas mirando arriba, al vacío. Era esta vida terrenal de mercado y cocina, de flores y frutos, de fiesta sin sacerdotes de por medio, jugando de pronto al juego de las mieles de la muerte con todos los sentidos. Jugando a realizar representaciones carnavalescas, excesivas, delirantes, placenteras, enfáticamente lúdicas pero también rituales. Un ritual barroco popular renovado en cada casa y en cada pueblo a su manera haciéndose eco de la extrema diversidad indígena de México.
Es cierto que el día de muertos se ha convertido, como la vírgen de Guadalupe, en ingrediente sustancial de todos los sincretismos y de todos los mestizajes rituales de México. Una lengua franca que se habla y se comprende en todos los territorios de la nación al grado de que algunos mexicanos y extranjeros piensan que es igual en todo el país. Apoyándose en ese mito nacionalista de una patria excepcional que se ríe de la muerte, la calavera sonriente y los altares del día de muertos proliferan en las ciudades mexicanas que, paradójicamente, se quieren modernas.  Y cada vez es más frecuente ver dondequiera, en lugares públicos como oficinas y museos pero también en casas de clase media, una versión depurada pero colorida del altar de muertos, con calaveras de azúcar, papel picado en los manteles, fotografías de los muertos cercanos y ofrendas de comida y bebida. Todo desligado de los rituales comunitarios.

Pero basta con asomarse a algunos de los pueblos pequeños y grandes que celebran el día de muertos en todo México de manera ancestral para confirmar que la calavera sonriente no siempre está presente. Que muchas veces lo que podemos ver, en vez de la mítica carcajada con la muerte, es una profunda serenidad ritual. De que el país es un crisol de diversidad mortuoria donde no existe la homogeneidad.

En algunos pueblos se realizan danzas simbólicas, con animales y demonios traviesos. Y una dosis grande o pequeña de violencia lúdica. Las ofrendas para los muertos son preparadas de manera muy codificada a través de colores y formas.  La comida ritual es muestra de la cocina de cada región haciéndonos pensar que la esencia de la comida mexicana esta en el exceso de estos festivales comunitarios. No en lo que haga con ella algún moderno chef minimalista sino en su inclusión como parte indispensable de estos rituales colectivos. Esta comida requiere preparaciones tan extraordinarias, dice don César Cariño, del pueblo de Chilac, en Puebla, “que es el mejor testimonio de fidelidad y gratitud hacia las Ánimas santas”, cuyo regreso, el día de muertos, pone a circular este desfile de demasías. Ya en el panteón de nuevo se come en abundancia, ahora sobre las tumbas convertidas en mesa familiar, se bebe en exceso: el alcohol limpia, remueve el alma dormida, facilita el diálogo con los muertos. Todos recuerdan sus caras, sus canciones favoritas, sus gustos en la comida, y para que no las olviden ahí están esas fotografías que antes estaban en casa. Vivos y muertos, frente a frente, comen y cantan. Porque los que se fueron regresan, están como recuerdo en quienes si tienen boca y entonando las canciones que le gustaban al muerto, ambos cantan.

 Y uno que otro visitante, siempre bienvenido, ejecuta esa plegaria moderna del culto a la alteridad: tomar una fotografía. Y en muchos de los pueblos más apartados nadie se molesta por ser fotografiado. Es parte de la fiesta y del circuito de ofrendas que se dan y se reciben. Es tan arraigado el principio de reciprocidad que, por ejemplo, cuando voy a Chilac, en cuanto pido permiso para fotografiar a una familia y a su tumba, me dicen que sí e inmediatamente después me piden permiso para fotografiarme ellos, con su cámara, al lado de la tumba que me ha gustado tanto y que orgullosos me explican trazando el origen de cada ofrenda. Se sienten obligados a fotografiarme junto a la fotografía de su muerto. Quieren ofrecerme, me dicen, el mismo interés que yo había puesto en ellos. Y me preguntan cómo se festeja a los muertos allá de donde yo vengo. Comparten conmigo historias y el pan que hace un momento estaba sobre la tumba y un tequila o un café “para que no se me atore”.





Me doy cuenta de que cada tumba familiar es una especie de texto donde se cristaliza y es visible la extensión y la red social de la familia: el nudo de dones que la forman y la insertan en la sociedad. Los niños son iniciados, como yo, a la festiva lectura de tumbas. Un par de niñas un poco más grandes que las otras me recitan el simbolismo de las flores, de las cruces, de la comida. Y de nuevo me dicen quién, cómo y por qué llega ahí cada cosa. Las interpretaciones nunca son fijas. Cada quien resta o aumenta. Es un texto móvil, cambiante. Son imágenes que dicen mil cosas cada una. Y al mismo tiempo es un espejo cifrado de la familia, de los vivos y a la vez de los muertos.

Estoy seguro, a juzgar por estas fotografías, que los viajes de Maritza López, Susana Casarín, Yolanda Andrade y Ruth Lechuga por el país de los muertos están llenos de historias vivas fascinantes de las cuales estas imágenes son atisbos deslumbrados. Son gestos poderosos del encuentro afortunado de cuatro miradas lúcidas con una realidad ritual sustancial que en México se vive como una dimensión compleja de la existencia. Y que sólo parece poder expresarse con fuerza contundente a la manera esencialmente barroca, retomando su significado de todas las dimensiones de la vida y luego impactando todos los sentidos. Estas cuatro fotógrafas excepcionales nos muestran por qué la fotografía contemporánea es columna vertebral del arte mexicano. El cual no deja de explorar las sustancias de la vida, una de ellas, su espejo obscuro, a ratos colorido, la muerte.

 

 

 

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